Honduras - 

Desde Honduras. Narcocultura - “¿Y quiénes son esos nuevos vecinos?

Por Manuel Torres Calderón. - 21 de junio 2013
Todos los días las huellas del narcotráfico son visibles en la vida cotidiana. Aparecen los muertos. Se escucha una ráfaga cegadora. El motor de un carro que escapa. El derrapar de una moto. Corren rumores…

No pensaba que sería tan ´complicado escribir este artículo, pero lo fue. Varias veces me senté ante la hoja en blanco de la computadora intentando hilvanar ideas y datos acerca de un tema del que, habrá que decirlo, se habla mucho y se escribe poco: la influencia de la narcocultura en Honduras.

La definición inicial había que rastrearla en el exterior para conocer antecedentes en la materia. Con teclear la solicitud de información, los grandes motores de búsqueda de la web lanzan miles de referencias, combinadas entre vídeos que se suceden unos a otros, y algunos análisis y artículos, la mayoría de los cuales proceden de Colombia y México. Hay trabajos muy interesantes en esos países y en otros centros internacionales de pensamiento ubicados en Brasil y Estados Unidos, para mencionar un par de casos.

Probablemente a colombianos y mexicanos el acopio reflexivo les parecerá poco, si lo comparan con la magnitud de su drama y tradición intelectual,

 pero en nuestro país resulta que no se ha escrito nada o muy poco. ¿Extraño? No. Del Golpe de Estado del 2009, quizá la fractura más traumática de los últimos cien años, no existe ninguna novela o cuento relevante. A menudo parecemos un desierto de ideas e imaginación, sin humedad, sin brisa.

Todos los días las huellas del narcotráfico son visibles en la vida cotidiana. Aparecen los muertos.  Se escucha una ráfaga cegadora. El motor de un carro que escapa. El derrapar de una moto.  Corren rumores… En lo político se menciona de cuando en cuando, sin embargo, el grueso de la sociedad las mira de reojo, esperando que desaparezcan a pura indiferencia. Cero análisis sociológico, histórico, antropológico, económico o cultural, como tareas que hacen fila en una larga lista de espera.

Así que la definición inicial que encontramos fue en un sitio web mexicano, El Globalista (http://www.elglobalista.itam.mx/Secciones/polYeco/Narco-cultura.php), donde citan que el concepto de "narcocultura" se utiliza “para hacer referencia al estilo de vida y al comportamiento de los hombres y mujeres que están inmiscuidos en el narcotráfico. La nueva cultura se extiende inclusive a personas que no participan en estas actividades, pero que se comportan, visten y en general tienden a imitar ese estilo de vida”.

En otra fuente mexicana, El Sol de Tijuana, (http://www.oem.com.mx/elsoldetijuana/notas/n1450544.htm), se plantea que “la narcocultutra es el conjunto de rasgos que caracterizan la vida de los narcotraficantes y sus acciones, según explica el doctor Guillermo Alonso, antropólogo e investigador de El Colegio de la Frontera Norte, quien aclara que fenómenos como el narcolenguaje no son nuevos, pues el hampa desde siempre ha tenido su argot, es decir, su forma particular de hablar”.

El profesor mexicano agrega que hablar de una cultura del narcotráfico o del narcotraficante es en realidad citar una subcultura, ya que "depende de otra más amplia o principal", que en este caso sería la que forma y acompaña a todos los individuos de una sociedad.

Un estilo desbordado

¿Subcultura o cultura? Precisar académicamente la definición es de otro ámbito, pero el común denominador en diferentes trabajos es que la narcocultura hace referencia al impacto cultural del fenómeno del narcotráfico. Más que una tendencia artística, es una forma de vida que responde a una estructura de valores, la expresión de intereses, una forma de vestir, un grupo de personas de una cierta nacionalidad que conservan muchas características de la sociedad en general, pero adoptan, por propia cuenta, elección y convicción, ciertas actitudes propias sólo de un grupo en específico.

El periodista colombiano Omar Rincón, quien ha estado varias veces en Honduras traído por la Fundación Friedrich Ebert, desenrolla el concepto de narcocultura bajo otras perspectivas y sostiene que “es una estética que documenta una forma de pensar, un gusto. Una cultura del tener billete, armas, mujeres, silicona, música estridente, vestuario llamativo, vivienda expresiva, visaje en autos y objetos y todo adobado con la moral católica”.

Y dice algo más que es relevante: “la narcoestética no es un mal gusto; es otro gusto”.

Efectivamente, que a mí no me guste Capaz de la Sierra, no invalida que a muchos les atraiga tanto sus sonidos que al escucharlos se sientan como en el paraíso.

El contenido de esa estética es claro: “sólo importa el dinero, todo lo demás sobra”, incluyendo, por supuesto, la vida, porque la vida dentro de esos parámetros se reconoce breve y, por tanto, hay que engullir lo más que se pueda con el pie hundido en el acelerador.

Hasta ahí, el asunto parece medianamente claro, pero no es exactamente así. Las reflexiones anteriores dan pistas de que el tema es más complejo, que no se reduce únicamente a quienes están asociados al tráfico de drogas, sino a sectores amplios de la sociedad; que no se limita a una estética sino que se liga a una ética, que no es nacional sino transnacional y que no es un credo que congrega a una comunidad específica sino una ideología expansiva, es decir, una manera específica de ver la realidad económica, política, social, cultural, familiar, moral y religiosa. No resulta extraño entonces que se escuche hablar de narcopolitica, narcosociedad, narcofamilias, narcomoral, narcoreligiosidad, narcoestado y otros conceptos similares.

Lo complejo es que los valores en los cuales se fundamenta la ideología ligada a la narcocultura no son extraños a los valores del modelo de Estado en que vivimos. Poca diferencia hay, al fin y al cabo, entre un asesinato por represión política y un asesinato por represalia del crimen organizado. De hecho, no se puede entender el derrame territorial y social del narcotráfico sin tomar en cuenta el debilitamiento del Estado de Derecho. Por eso es difícil este tema, porque no se le puede infravalorar o reducir a su perfil criminal. El mexicano Carlos Monsiváis llegó a decir, con toda la agudeza de su inteligencia, que " la emergencia del narco no es ni la causa ni la consecuencia de la pérdida de valores; es, hasta hoy, el episodio más grave de la criminalidad neoliberal".

A costa de un Estado debilitado

Similar a lo que ocurre en la mayoría de los grandes negocios orquestados en los últimos 20 años, el crecimiento exponencial del crimen organizado se da a partir del fracaso deliberado de la institucionalidad en los campos de seguridad y justicia, y del paulatino retiro de la sociedad de su labor de contralora social. Por muy intensa que sea la transnacionalización del delito, su magnitud local se explica por encontrar las condiciones internas que posibilitan su adopción, entre ellas, en primer plano, la corrupción y el irrespeto a las leyes. Los narcos en Colón, para poner un ejemplo, se vuelven amos de la tierra porque antes naufragaron en la corrupción e ignorancia todos los intentos de reforma agraria que se impulsaron en la zona. Y no se trataba únicamente de la concentración de la tierra, sino de la creación de un movimiento social con otra actitud ciudadana. Cabe preguntar: si hubiera tenido éxito la reforma agraria y surgido una potente y creativa sociedad civil, ¿sería el narcotráfico tan fuerte como lo es ahora?

Lo que se ha desarrollado en nuestro país, y en otros mesoamericanos,  es un paradójico sistema de liberalismo bajo el cual si alguien decide ser honrado, puede serlo, y si otro, por el contrario, decide ser criminal, también puede serlo, como si fuese cuestión de circunstancias personales. Eso convierte este problema en algo más que simplemente moral.

Bajo ese enfoque, la apología al delito que se da a través de muchos medios de comunicación social no es entretenimiento; sino un negocio; contradictorio y perverso, pero negocio. Un filón  social y a la vez anti social. Sin duda, el auge del capital ilícito ha sido muy rentable para muchos grupos de poder. No es casual que la nueva Ley de Lavado de Activos haya sido aprobada hasta el 2002, sin que aún haya producido los resultados esperados. Durante varios años, la falta de control ha sido una forma de capitalización acelerada en tiempos de crisis.

Sólo así se puede entender la posición contradictoria de los medios de comunicación social sobre el tema, como ocurre con un canal de televisión que transmite en horario vespertino un programa de buen comportamiento entre los niños, y por la noche difunde Pasión de gavilanes o El Cartel de los o que los periódicos estén plagados de páginas con el saldo diario de la violencia fáctica, conscientes que la descripción de las muertes se vuelve una forma de mensaje.

Sin ningún ánimo de que suene a excusa, cualquier integrante de un grupo dedicado al tráfico de drogas podría alegar a su favor que los valores de su cultura o subcultura son idénticos a los que pregona el modelo neoliberal implantado a partir de 1990. Efectivamente, no hay una civilización neoliberal y una barbarie narco. Ambas tienen más nexos de los que se imaginan, aunque no necesariamente una viva porque exista la otra. Hubo narcotráfico mucho antes de que el neoliberalismo se volviera gobierno, pero en lo que concierne a su cultura o subcultura, no hay duda que están emparentados.

¿Cuáles valores comparten?: La degradación del sentido de la política, la adhesión incondicional a la violencia en sus diversas manifestaciones, el sentido autodestructivo de la convivencia y las relaciones humanas, la voluntad de enriquecer – que no es sinónimo de prosperar- a cualquier precio, la búsqueda de la impunidad, desprecio a la muerte de inocentes, el individualismo extremo, la exacerbación de la competencia, la enajenación del mercado, la búsqueda inclemente de alcanzar las metas, sin que los medios importen. Claro, esos valores no son exclusivos del neoliberalismo, vienen de mucho tiempo atrás, pero el modelo actual de mercado los potencia, al grado que el narcotráfico se ha enraizado tanto que poco a poco es visto por la población como una forma de vida, sin cuestionar la ilegalidad de su carácter y las terribles consecuencias que genera.

En ese proceso, la narcocultura también aporta valores propios al neoliberalismo, como la audacia, la lealtad familiar y de grupo, la protección y la venganza. También forman parte de ese sistema, modelos de comportamiento caracterizados por un exacerbado "anhelo de poder", en una búsqueda casi compulsiva de placer y prestigio social.

José M. Valenzuela, quien ha estudiado el fenómeno en Tijuana, señala que para los narcotraficantes no basta poseer los recursos, es importante hacerlos visibles, pues ese es el camino que redime y justifica los riesgos. Por ello, el narco se rodea de atributos que dan cuenta de su "éxito social", como son joyas, carros, aviones, ropa, casas-castillos o mujeres-trofeo. Mientras llega el desenlace, la narcocultura sigue impulsando el consumo, la posesión, la condición hedonista, la degradación del tejido social.

El mismo autor afirma que la constante de consumir ciertos bienes, sobre todo los denominados suntuarios, entendidos como ostentosos o de lujo, se funda en una necesidad de lo que podríamos llamar un lavado de conciencia, un auto justificación; es decir, el riesgo constante de vivir fuera de la ley se compensa con las cantidades de dinero obtenido. Al mismo tiempo, ese dinero fruto del circuito del contrabando de drogas, se “lava”, se “blanquea”, y se inserta a un circuito legal.

Hay que subrayar que las sociedades contemporáneas realizan una ostentación exacerbada del consumo como parámetro de éxito y realización. Los valores integradores pierden fuerza ante al poder asociado a la adquisición de bienes materiales, sin importar la forma o las vías mediante los cuales se obtienen.

Basta echar un vistazo al inventario de la Oficina Administradora de Bienes Incautados (OABI), dependiente del Ministerio Público, para conocer los mecanismos de ostentación de poder y de dinero que dan forma a su identidad cultural, desde un AK-47 de oro, cinturones con hebillas de oro o plata hasta monturas con incrustaciones de joyas para lucirlas en caballos pura sangre.

De hecho, los miembros de la OABI han tenido que prepararse para administrar las joyas que reciben. En su protocolo está prescrito que el primer paso es depositarlas en la bóveda de un banco para su custodia, luego se contrata a un especialista para determinar la calidad de los materiales utilizados y su precio de mercado. Al tener esta información se procede a la subasta. Si el juez ordena hacer una devolución, se devuelve el dinero obtenido a los dueños de las joyas, más los intereses, pero si el decomiso queda en firme los ingresos se distribuyen conforme a ley, que incluyen como receptores al Ministerio Público, Seguridad y Defensa Nacional, Despacho Presidencial para el Programa Bonos 10.000 y la Secretaría de Desarrollo Social, entre otras instituciones públicas y no gubernamentales.

Claro, lo de las joyas es sólo parte de un inmenso lote de bienes, que incluyen haciendas, residencias, automóviles, motos, aeronaves, lanchas y dinero en efectivo, entre dólares y lempiras. En 1982 la OABI distribuyó más de seis millones de dólares y casi 800 millones de lempiras decomisados por las autoridades ese año, lo que da una idea de los montos.

Como en México o Colombia, el fenómeno se ha extendido tanto que no hay departamento hondureño que esté vacunado. En municipios y aldeas se levantan mansiones contrastantes e impensadas o centros comerciales modernos donde hay mercados mínimos. Cada vez más los hondureños nos topamos con una realidad a describir desde otros géneros narrativos y lenguaje.  Una realidad que entra en el subconsciente comunitario o vecinal, donde se procesa todo lo que se ve y escucha. Por cierto, esa es una evolución cultural profundamente reaccionaria puesto que desprecia la circulación de las ideas y las reemplaza por productos.

En este caso no estamos hablando de diversidad cultural, sino de sincretismo, donde los excesos se convierten en mecanismos de validación de una renovada práctica del poder. El sincretismo del narco es una hibridación cultural poco estudiada en el país y que debe serlo porque es un sistema portador de valores informativos que además de mostrar resultados, propone un estilo de vivir y morir, en el cual el éxito es posible a través de la imitación y la adaptación. Todo, por supuesto, indexado al atraso, la angustia y la dependencia de nuestra sociedad. En el fondo, corriendo el riesgo de racionalizar en extremo la situación, si la narcocultura se vuelve tan contagiosa en nuestro país es por la ausencia de una imagen (o imaginario) cultural propia. A Honduras se le permite consumir, no crear.

La democracia entre nosotros (siguiendo las ideas de Néstor García Canclini) es un concepto imaginado, se tiene la noción que ‘existe’, pero no es real. Ese vacío remite entonces a un país organizado y desorganizado, concentrado y desconcentrado, estacionario y migratorio, integrado y fragmentado, sin lazos sólidos que lo unan.

Carente de una industria cultural propia, el país no sólo enfrenta el supuesto fatalismo geográfico de estar a mitad de camino entre los cultivadores de la droga y sus consumidores, sino que su ubicación entre México y Colombia la pone al alcance de influyentes plataformas de producción mediática que se expresan en el mismo idioma y explotan similares resentimientos.

Los narcocorridos, por ejemplo, son eso, formas de expresión que encuentran nuevos soportes de difusión en las redes sociales y, también en los propios medios comerciales de comunicación. No hay autorregulación al respecto. Basta escuchar algunas emisoras populares para confirmar la demanda que tienen en la audiencia. Sus letras son literariamente malísimas, pero contienen estímulos afectivos y sicológicos que enganchan a los más excluidos, a los marginados para siempre de la movilidad social, y a los que no deciden nada, porque nada tienen. De esa manera, la desigualdad y la pobreza común a nuestros pueblos los vuelve ávidos de nuevos héroes y/o antihéroes que, de cuando en cuando, encabezan una versión que Marx jamás soñó de “la lucha de clases” o de la rebelión de la periferia con el centro dominante y saqueador.

En internet hay un corrido a Ramón Matta Ballesteros que grafica claramente esa situación:

Publicación de la prensa:

“víctima de un secuestro”,

oficiales  militares sin vergüenza

por órdenes superiores violaron la Constitución.

Una mañana agentes bien encubiertos

a su casa invadieron

para inculpar el gran barón

un paquete pusieron en la mesa del señor

oficiales muy corruptos, funcionarios del gobierno, lo entregaron, lo vendieron, no tenían dignidad, violaron todas las leyes, abuso de autoridad.

“Bogota, Cárcel Modelo”, le preguntaron a él

¿Cómo fue qué escapaste?,.

sonriendo les contestó:

“Las puertas solas se abrieron para que pasara yo”

¡Que viva el señor Ramón Matta Ballesteros!

Traicionado políticamente,

de su país lo sacaron sin poderlo sentenciar,

le violaron sus derechos,

grandes mandos de la armada,

propia justicia hicieron,

a los gringos le entregaron

sin poderle respetar.

Grande fue la noticia,

todos saben que así fue:

“A su nacional tenemos”.

En la potencia del norte

lo hicieron prisionero

cumpliendo una sentencia

juzgado ahí está.

Aquellos que lo vendieron gozan de gran libertad

Ramón se escucha muy fuerte

la “n” es confirmación,

Fue llevado injustamente

No existía extradición

Se dedicaba al trabajo: ganadero agricultor.


Para el ya citado Monsivais, más que celebración del delito, los narcocorridos difunden la ilusión de  sociedades donde los pobres tienen derecho a las oportunidades que disfrutan los de arriba. El sentido profundo de los corridos es dar cuenta de que ni en el delito dejan de existir las clases sociales. La impunidad es el manto de los que, al frente de sus atropellos y designios delincuenciales, todavía exigen prestigio y honores.

Mucha agua ha corrido en Honduras desde que en diciembre de 1977 fueron secuestrados y luego asesinados Mario y Mary Ferrari, a quienes se les vinculó con el tráfico de cocaína, armas y esmeraldas.  Aquel hecho rompió una especie de virginal ingenuidad de la sociedad hondureña. Hoy, a diario, se revela que lo proscrito ha crecido y se está configurando como una forma de vida, cuya influencia ya se hace presente entre jóvenes de distintas condiciones sociales. El punto es que la respuesta no puede venir sólo de las autoridades y tampoco limitarse al endurecimiento de las penas o al uso excesivo de la fuerza policial o militar. Algo, o mucho, tiene que ver con la transformación democrática de nuestra sociedad y que efectivamente haya oportunidades para todos y no para unos cuántos. Mientras eso no ocurra, cada vez más se escuchará con frecuencia una pregunta inquietante: “¿Y quiénes son esos nuevos vecinos, los de la pick up enorme?… dicen que compraron la casa al contado”.



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