America central- Honduras - Reportage

Honduras - La «tregua» de la guerra invisible

Por José Manuel Torres Funes y Ariel Torres Funes / Micmag - 29 mayo 2013
Honduras (América central), el país de los maras, es uno de los más peligrosos - La guerra en Honduras es probablemente una de las guerras más complejas que ocurren actualmente en el mundo. Una guerra del «fin de la historia», en uno de los patios traseros de Estados Unidos.

Honduras, situado en el corazón de Centroamérica, la estrecha franja continental que separa Sudamérica de Norteamérica, es considerado el tercer país más pobre (82% de la población vive bajo la línea de la pobreza) del continente, solamente detrás de Haití y Nicaragua. Según organismos internacionales, también es el país – que no está en una guerra declarada, como Siria, para el caso – más violento del mundo. Dos de sus ciudades, Tegucigalpa, la capital política y San Pedro Sula, la capital industrial del país, tienen índices de violencia similares a los de Bagdad, con más de 170 muertes violentas por cada 100 mil habitantes en el caso de San Pedro Sula.

En poco menos de una década, en este país de ocho millones de habitantes y más de un millón de inmigrantes dispersos en el mundo, establecidos principalmente en Estados Unidos, han muerto de forma violenta, más de 41 mil personas. Si se suman las víctimas desde 1994, los muertos ascienden a 60 mil (según las cifras oficiales).

Un alto porcentaje de las víctimas son jóvenes menores de 30 años y la tasa de crímenes resueltos por el sistema de justicia hondureño es inferior del 7%.

Más de la mitad de las familias hondureñas, debido a la muerte, a la emigración o al simple efecto de la crisis social, política y económica están desintegradas.

Las cifras indican que dos décadas han bastado para sacrificar una generación de jóvenes, cuyo destino está atrapado entre la tumba, la emigración o la precariedad de trabajos mal pagados, en el mejor de los casos.

Las «noticias» hondureñas

En el mundo, la tragedia hondureña suele asociarse con el fenómeno de las llamadas maras M-18 y MS 13 (pandillas), que son organizaciones criminales de naturaleza trasnacional que operan entre Estados Unidos, México, Guatemala, El Salvador y Honduras, formadas por decenas de miles de jóvenes, en su mayoría menores de 25 años, que controlan con base en su fuerza armamentística y sus redes mafiosas, barrios y comunidades en las principales ciudades del país.

De hecho,

las maras son responsables de buena parte de la criminalidad

en el país, pero son solamente un componente de todo el espectro de crimen organizado y corrupción institucional y privada que existe en Honduras.

En junio de 2009, Honduras tuvo una efímera mediatización debido al golpe de Estado contra el entonces presidente liberal, José Manuel Zelaya Rosales. En febrero de 2012, los medios internacionales volvieron a hablar de Honduras debido una tragedia ocurrida en un centro penal que cobró la vida de 360 reos como resultado de un incendio cuyo origen sigue siendo desconocido y que probablemente se sumará a la lista de eventos dramáticos que seguirán vegetando impunemente en los archivos del Ministerio Público.

Más allá de estos referentes mediáticos, Honduras es un país desconocido incluso para América Latina. Una de las causas principales de este ostracismo que envuelve el país, se debe a la falta de un periodismo capaz de enfrentar a gran escala la manipulación mediática de los grandes consorcios de información que existen en el país.

La «tregua» y el imaginario de la pacificación social

El martes 28 de mayo, debido a una comparecencia de prensa de voceros encubiertos con pañuelos, de las pandillas M 18 y MS 13, realizada desde el principal Centro Penal de San Pedro Sula, el país volvió a «aparecer en las noticias». En esta ocasión, frente a representantes de la Iglesia Católica, de la Organización de Estados Americanos (OEA) y del gobierno de Honduras, miembros de ambas organizaciones criminales (un censo de UNICEF reveló que

existen 4,281 miembros de pandillas en Honduras), anunciaron «Una tregua ante Dios, ante la sociedad y ante las autoridades

que abarca todo el territorio nacional».

En el imaginario colectivo de una ciudadanía desesperada y de un Estado incapaz de frenar la violencia (7,172 homicidios en 2012), «la tregua», representaría el punto de partida de un proceso de pacificación nacional, cuyo antecedente histórico más próximo se remonta a comienzos de los años noventa, cuando se firmaron los acuerdos de paz en Centroamérica.

Para los observadores más críticos, primeramente, una eventual «tregua», tendría que ser real. En El Salvador, donde las maras hicieron un pacto similar, este proceso ha tomado esencialmente dos años de negociaciones, es decir, que lo más probable es que en Honduras no ocurra de la noche a la mañana.

El gobierno de El Salvador defiende que desde entonces (2010–2013) la tasa de homicidios se ha reducido en un 150%, es decir, de 14 homicidios que se cometían diariamente en 2011 ahora se cometen cinco, asimismo, afirman que de ser el segundo país más violento del mundo, ahora son el cuadragésimo tercero.

Haciendo a un lado el interés político que está en juego detrás de este fenómeno, a diferencia de Honduras,

en El Salvador, la «tregua» incluye un pacto de no agresión entre los miembros de las maras opuestas.

Por otra parte, en El Salvador, el gobierno del presidente (de izquierdas) Mauricio Funes, goza de un nivel de legitimidad que le permite un margen de maniobra y un control de la situación más amplios del que carece el presidente hondureño Porfirio Lobo Sosa (surgido después del golpe de Estado contra Manuel Zelaya).

Como un dato de contexto, la capacidad de los negociadores salvadoreños, que cuentan con la experiencia de una guerra civil a sus espaldas, es mayor que en Honduras. En conclusión, los dos procesos tienen características diferentes en ambos países.

Sumado a ello, en el anuncio desde la cárcel sampedrana no se habló de disolución de las maras ni de su actividad económica, que representa 43 millones de euros obtenidos nada más a partir de la extorsión de comercios, del transporte público y «autorizaciones» para transitar libremente en lugares donde las maras ejercen su control (sin hablar de las ganancias obtenidas a través del tráfico de drogas).

Los voceros de las maras afirmaron que se comprometerán a no cometer crímenes, a no ejercer violencia en las calles y han asegurado que su deseo es seguir el ejemplo de El Salvador. Pero no hicieron ninguna alusión de que eventualmente abandonarán el control que ejercen en los más de 110 barrios y comunidades en el territorio nacional.

Por su parte, el presidente Lobo no ha manifestado – hasta donde se cree, los interlocutores principales son la Iglesia Católica y la OEA -  cuál ha sido el papel que ha jugado el Estado en esta negociación ni qué estará dispuesto a concederles a las maras a cambio de la «tregua». Nuevamente, si la hoja de ruta es la misma que en El Salvador, podrían entrar en juego una serie de negociaciones que pueden implicar a corto, mediano y largo plazo una metamorfosis del cuerpo criminal, en vías de una «legalización» y posible pacto tácito de «amnistía».

En un año de elecciones presidenciales, donde el partido de gobierno marcha tercero en las encuestas, detrás del partido creado por el ex presidente Zelaya (alrededor de 14 mil víctimas durante sus tres años y medio de gobierno), una reducción precipitada de algunas décimas de los índices de violencia en el país, que solamente en el cuatrienio de Porfirio Lobo ha cobrado 20,664 víctimas mortales, podría ofrecer al candidato oficial de gobierno, el trampolín necesario para dar el salto en las encuestas y tener posibilidades de llevarse las elecciones a fines de año contra el partido de Zelaya.

Las transiciones malogradas

La historia contemporánea hondureña está marcada por las transiciones malogradas. En 1982, este país que cuenta con más de diez golpes de Estado en su historia, regresó a la constitucionalidad. El ascenso al poder del presidente liberal Roberto Suazo Córdova representó en términos políticos el retorno a la democracia después de más de 25 años de sucesión de gobiernos militares.

La llegada de Suazo Córdova no supuso un cambio para bien, de hecho, el presidente Suazo, rodeado de una cúpula militar comandada por el extinto general Gustavo Álvarez Martínez, daría inicio a una década de «terror» político, persecuciones y 182 desapariciones políticas como parte de una doctrina de Seguridad Nacional liderada por los militares hondureños y la Embajada de Estados Unidos, dirigida entonces por John Dimitri Negroponte, uno de los «halcones» norteamericanos de la guerra fría.

La posición geopolítica estratégica de Honduras, en el corazón de América Central y la corrupción del gobierno de Suazo y la clase política hondureña, propiciaron las condiciones para que cuerpos militares estadounidenses y grupos contrainsurgentes  como la «Contra» nicaragüense se instalaran en Honduras a fin de combatir las revoluciones de las guerrillas izquierdistas en los países vecinos (El Salvador, Nicaragua y Guatemala).

Desde los ochenta hasta inicios de los noventa, dos gobiernos liberales y un gobierno nacionalista, cada uno de ellos afines a la derecha (elegidos todos mediante las urnas para efectuar un mandato de cuatro años) consolidaron un proceso de destrucción de las conquistas sociales adquiridas desde los años cincuenta (distribución de la tierra manejada por un proceso de Reforma Agraria, sindicalismo, oposición, etc.) co-gobernando civiles con militares.

Entre 1990-94, un período social e institucional complejo, en el que se mezclaron reivindicaciones sociales auténticas con intereses económicos de grupos económicos de poder (siempre auspiciados por Estados Unidos), llevaría al declive a las Fuerzas Armadas de Honduras. Se acordó con la ciudadanía la supresión del servicio militar obligatorio pero a cambio, se les ofreció la amnistía a los militares por los crímenes cometidos en el decenio anterior, como se había hecho en países de América del Sur como Argentina o Bolivia. Este período, considerado como de transición entre el poder militar al poder civil, implicaría a su vez, una serie de reformas estructurales en la constitución que darían paso a una nueva época de políticas eminentemente neoliberales.

Casi de inmediato, el país comenzó una etapa de privatizaciones, en las que se desmanteló prácticamente el poder público del Estado y se instaló un sistema férreo de corrupción institucional. Los militares, relegados de su papel tradicional, se transformaron en empresarios, incursionando, entre otros diversos negocios, en el negocio de la seguridad privada. Justamente en 1994, estalla el fenómeno de violencia en Honduras, y los índices de homicidios aumentan desproporcionadamente (más de 1000% con respecto a 1993 y los años precedentes, incluidos los años ochenta). Sin embargo, las víctimas ya no son «políticas»; los muertos son rostros anónimos de jóvenes que vienen precisamente de los estratos desfavorecidos. Ese mismo año, en Los Ángeles, California, más de un millar de pandilleros se reúnen con representantes de la Mafia Mexicana para definir las nuevas estrategias de acción. Se presume que en ese año, las maras, dejan de ser pandillas callejeras que siembran el terror en las calles de Los Ángeles, Estados Unidos, para convertirse en una auténtica corporación del terror.

Poco a poco, las maras comienzan a llegar a Honduras a partir de los años noventa. Su llegada, se suma a un panorama ya de por sí extremamente complejo, en el que las fuerzas militares siguen reconstruyendo su nuevo caudal de poder y en el que los grandes cárteles de las drogas empiezan a inyectar el país con una economía paralela.

En el umbral del siglo XXI Honduras cuenta con más de 30 mil pandilleros organizados en el país.

En 1998, el Huracán Mitch azota Honduras, dejando más de 30 mil muertos y el 70% de las cosechas destruidas. La sociedad civil y un sector del gobierno consiguen la condonación de la deuda externa hondureña, lo que supone, una nueva oportunidad para reinvertir en el país y fijarse plazos para atrapar el retraso de las décadas anteriores.

Miles de millones de dólares provenientes de ayudas de todas partes del mundo y generados al interior del Estado se pierden en manos privadas debido a la corrupción. El agro se termina de caer, la emigración se multiplica y las grandes ciudades crecen desproporcionadamente. El país se empobrece aún más y emerge una oligarquía mucho más poderosa y que concentra la mayor parte de la riqueza del país.

Todo el decenio del 2000, observará un aumento de la violencia, la destrucción de la institucionalidad, un incremento mayor de la corrupción y la consolidación de grupos de poder (en los que se mezclan militares, empresarios y políticos). El narcotráfico internacional, proveniente de México y de Colombia principalmente, aprovecha la debilidad institucional del país y la corrupción para instalar algunos de sus comandos en Honduras. En poco tiempo, el país se convierte en una de los principales puentes del tráfico de cocaína proveniente de América del Sur con destinación a México y posteriormente a Estados Unidos; fuentes oficiales han manejado que el «Chapo» Guzmán, el poderosísimo narcotraficante mexicano, podría estar refugiado en el occidente de Honduras.

Los grupos mafiosos se consolidan y siguen perforando las débiles instituciones públicas (policía, aduanas, etc.).

Entre 2007 y 2009, el acercamiento del presidente liberal Manuel Zelaya Rosales, con el fallecido presidente venezolano Hugo Chávez (en el que ambos obtienen un beneficio estratégico a dos vías: Zelaya comienza a apoyar a Chávez en su política hacia América Latina y Chávez ayuda económicamente a Honduras) fue considerado como una amenaza por la oligarquía local, que vio en esta relación un deseo continuista de Zelaya (en Honduras la reelección no es permitida) y la eventual emergencia de una nueva oligarquía que les pudiera hacer sombra.

En 2009, la clase política hondureña haciendo a un lado sus diferencias partidistas y en contubernio con un amplio sector de las clases empresariales y los militares le dan un golpe a Zelaya.

Desde entonces, Honduras se sumerge en un clima de cataclismo político sin fin, en el que resurgen viejos actores (militares), que operan en conjunto con la clase política dominante y también – se maneja – con diversos sectores del crimen organizado.

2013 es un año de elecciones en Honduras, el ex presidente Zelaya ha logrado reunificar un caudal político importante, haciendo alianzas con disidentes de su antiguo partido y nuevos miembros – asociados con la izquierda tradicional. Su esposa, Xiomara Zelaya, es la que se presentará a las elecciones generales en noviembre de 2013; diversos sondeos la dan como eventual ganadora, lo que despierta una preocupación inminente en sus adversarios, sin embargo, más allá de la oposición de naturaleza política, los Zelaya siguen perteneciendo a la misma política tradicional hondureña, y cuando estuvieron en el poder, mostraron diferencias suntuarias de sus predecesores, pero no profundas.

El acuerdo de «tregua» de las maras, podría interpretarse como uno de esos «eventos» paradigmáticos en la historia contemporánea del país, no al grado de ser un parte aguas, pero sí como un factor capaz de incidir en la reducción de la violencia, percibida por los hondureños como el principal problema del país. Si esta «tregua» efectivamente reduce los índices de violencia en los próximos meses, el gobierno del presidente saliente, Porfirio Lobo, se reforzará – porque su período, pese a ser el más violento, será percibido como el único que fue capaz de hacer descender la curva de homicidios – lo que eventualmente, permitiría al candidato oficialista repuntar de cara a las elecciones.

Lo cierto es que detrás de la «tregua» nadie habla de justicia, nadie menciona que el problema de fondo no es que las maras o los demás grupos criminales prometan «sobre todo a Dios», antes que a la ciudadanía, que se comprometen para no seguir haciendo daño. El problema es que Honduras lleva años convirtiéndose en una necrópolis y que las clases poderosas en el país, al igual que los antiguos faraones egipcios, se engordan de los muertos.

La muerte se respira en las barriadas de Tegucigalpa, San Pedro Sula, La Ceiba; las morgues siguen llenas de personas con un número en los pies. El martes pasado un grupo de hombres que no fueron capaces de enseñar la cara pidieron «perdón a Dios y a la sociedad» por lo que han hecho, y los periódicos, como si se tratara de una noticia «milagrosa», como afirmaron en sus titulares, lo celebraron sin ofrecer un tan solo dato que recuente lo que ha costado esta guerra, sin ofrecer ni un solo homenaje a las víctimas, ni una sola reflexión de peso que permita hacer un inventario de la barbarie. En Honduras, hasta el momento, el drama sigue siendo un feudo exclusivo de las familias de las víctimas. El país sigue careciendo de un momento colectivo, en el que la sociedad sea capaz de asumir y reflexionar colectivamente sobre el sentido que tiene esta tragedia. Las marchas contra la violencia suelen ser auspiciadas desde los medios y corresponden casi siempre a coyunturas bien específicas y en poco o nada se diferencian de las marchas contra el SIDA de otras épocas. Para que la tragedia de Honduras se asuma primeramente como una tragedia de los hondureños, sería necesario encontrar el mecanismo para evitar que sean los medios de comunicación los principales canales de filtración de información. Lo que implica un nivel de madurez social que la sociedad hondureña aún no ha alcanzado.     

Ese mismo martes de «tregua», a las 16 horas, en San Pedro Sula, Brenda Pineda de 20 años, su hermano Julio Bardales de 35 años y su prima Sara Bardales fueron asesinados por una ráfaga de ametralladora mientras celebraban una reunión patronal. Se maneja que fue un asesinato ordenado por terratenientes que ya han matado a siete personas más de ese patronato por un tema de disputa de tierras (se sabe muy poco porque los medios ocultan la información). A las siete de la mañana, en otro sector de San Pedro Sula, Carlos Antúnez, de 16 años de edad, fue acribillado en un callejón sin salida, después de un malogrado asalto armado contra un camión comercial. A las 13 horas, ese mismo día, Alexis Hernández de 30 años, ex presidario, murió asesinado de 30 balazos mientras esperaba que la luz de un semáforo se pusiera en verde. En ninguno de estos casos existe una pista de los asesinos. En la madrugada, la policía encontró el cuerpo desmembrado de un hombre de 25 a 30 años. Estaba metido en una bolsa de basura y su cuerpo estaba acompañado de un mensaje intimidatorio. Alexis Hernández, de 30 años, supuesto miembro de la M18 fue asesinado de 35 disparos mientras conducía su automóvil. Un menor de un año de edad, fue encontrado muerto en un barranco en una aldea en el centro del país. La nota de tres párrafos que aparece en uno de los principales periódicos de circulación nacional a propósito de este suceso, señala que: «Al parecer, el sujeto le propinaba fuertes golpizas en ocasiones anteriores, mientras convivía con la madre del menor». Autoridades policiales encuentran el cadáver de un hombre en otra aldea del centro del país – se sigue hablando del martes. El joven fue encontrado al lado de un contenedor de basura. Oliver Cruz de 19 años fue encontrado en una bodega miserable en una pequeña aldea del centro del país. Al parecer había sido denunciado por robo de una vivienda. El joven, al saber que la policía lo estaba buscando, decidió tomarse un veneno y suicidarse. Desde que se inició la escritura de este artículo, han muerto más de cuatro personas de manera violenta en Honduras (cada 72 horas hay un asesinato).

El poeta hondureño más importante, Roberto Sosa, hace años había resumido mejor que nadie el rostro de una identidad nacional hermanada con la desgracia, para él, esta guerra – en su tiempo había otra guerra – que aún no había comenzado, ya formaba precisamente parte de la historia: «La historia de Honduras se puede escribir en un fusil, sobre un balazo, o mejor, dentro de una gota de sangre».

Quizá, lo mejor sea acudir directamente con los muertos y preguntarles ¿qué es lo que está sucediendo en el país?

 Artículo Coescrito por José Manuel Torres Funes y Ariel Torres Funes, periodistas independientes residentes en Francia y en Honduras.

Fuentes consultadas:

http://www.unicef.org/honduras/Informe_situacion_maras_pandillas_honduras.pdf

www.iudupas.org

www.latribuna.hn

www.elheraldo.hn



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