Espana - Lecturas

Prohibido entrar sin pantalones. Entrevista a Juan Bonilla

Ana March, Culturamas - 16 de septiembre de 2013
En Prohibido entrar sin pantalones, Juan Bonilla narra la vida del poeta Vladímir Maiakovski desde que se da a conocer, en 1912, hasta su suicidio, en 1930. Una biografía novelada de gran envergadura. Entrevista a Juan Bonilla.

− Prohibido entrar sin pantalones tiene a Vladímir Maiakovski como protagonista punk ¿Por qué Maiakovski y por qué asociarlo al punk?
Hay un aspecto en el que Maiakovski era un antipunk, si se puede decir así: él creía en el futuro, el futuro era el gran protagonista de sus poemas, de sus prédicas, de sus ilusiones. Y eso, obviamente, contradice el hermoso eslogan punk: NO FUTURE que desenmascara a ese impostor, el futuro, emperador de nuestras vidas. Aparte de eso, todo el Maiakovski primero, el Maiakovski anterior a los soviets, tendía a lo que luego, en los setenta, vino a representar el punk: el elogio de la ebriedad, la necesidad de la violencia, el desafío a la autoridad competente, a quien no teme sacarle la lengua o cagarse en todos y cada uno de sus santos dogmas. Maiakovski quería inventar un nuevo modo de vivir, es decir, aspiraba a una poesía –y ya es aspirar− que cambiara la vida, todos los órdenes de la vida, era un enamorado del caos, escribía contra la fe, contra el modo de amarse, contra el modo de vivir. Fue su mejor época: confiaba en que la poesía no quedara encerrada en los libros, en que pudiera transplantarse a la calle, inyectarse en las vidas de los otros. Esa pasión siempre me llamó la atención, siempre me intrigó. Esa pasión y sus resultados, y su desenlace. Porque Maiakovski fue fuerte, gigantesco y pletórico mientras estuvo a la contra, pero de repente sus sueños –era un narcisista sin control− se hacen realidad, de hecho él cree que la Revolución Rusa no es más que el resultado lógico de aplicarle a la realidad sus poemas, y se convierte en poeta nacional, en alguien con voz y mando –o eso se cree él− alguien a quien el poder contra el que antes estaba, lo utiliza, hasta que deja de ser útil y entonces se convierte en un juguete roto, en alguien deprimido, amargado, que ni siquiera es ya aquello que fundamentalmente lo dotaba de fuerza, carisma y sorpresa: joven. De esa intriga, de querer saber más sobre un personaje fascinante, contradictorio, enérgico y explosivo, nace la necesidad de escribir la novela.

−¿Cuál es la sinopsis?
La novela sigue los pasos de Maiakovski desde que se da a conocer en 1912 hasta su suicidio en 1930. En esos casi veinte años se convierte en el gran poeta del futurismo ruso siendo muy joven y muy violento, en poeta de la revolución rusa, en poeta nacional, en actor de cine, en payaso eufórico, en representante del mundo nuevo que viene con la revolución, y luego, en un ser atrofiado, deprimido, del que los nuevos escritores –bajo la égida de Stalin− reniegan considerándolo un pequeño burgués elitista que nunca será capaz de emocionar al pueblo. Maiakovski tuvo un gran y legendario amor en su vida: Lily Brick. Estaba casada con el crítico Osip Brick. Los tres formaron uno de los tríos más famosos de la historia de la literatura. La novela también indaga en esa pasión de Maiakovski que le reportó los momentos más intensos de su vida, pero también los más amargos, como suele pasar con toda pasión sentimental excesiva y abismal. No sé si es una novela histórica. No hay fechas, no hay delicadas descripciones de cómo eran los zapatos que llevaban los aristócratas rusos, no hay datos de esos que solemos encontrar en las novelas históricas. Pero sí, supongo, tiene una carga pedagógica a la que no sé por qué iba a renunciar: quiero decir, quien entre en la novela y la termine, al menos se habrá enterado de quién fue Maiakovski.

−Tu ejercicio narrativo y poético encuentra un recurso muy efectivo dislocando conceptos. Juntar a Maikovski con el punk sin duda se engloba dentro de esto ¿Participa Prohibido entrar sin pantalones de un ejercicio lúdico o tiene una intención de reflexión heterodoxa seria?
No me parece que sea contradictorio: yo los ejercicios lúdicos me los tomo muy en serio y las reflexiones heterodoxas siempre me han parecido lúdicas. Pero la referencia al punk puede servir para que nos entendamos, porque lo tenemos más cerca y es más visible que el cubofuturismo ruso. Los cubofuturistas entran en escena con la Bofetada al gusto público, un antecedente más que evidente del Pero qué público más tonto tengo. Los futuristas se mofan del Zar y de la Autoridad Competente y de los burgueses de grasientas panzas –no le tapan la boca a la Reina Isabel porque no hay reina Isabel, pero para el caso es lo mismo. Mucho antes que los Sex Pistols, convierten el himno ruso en una zarabanda (por cierto, mírense en youtube la versión del Himno Ruso, que es precioso, de 5Nizza). No le temen a la bronca, no sólo no le temen, la buscan, la provocan, les parece poética. No creen en el pacifismo –nada de hippies− ni en el buen rollo. Son antirománticos. Bien, todo eso ayuda a la identificación, pero más allá de eso, el cubofuturismo trata de engrandecer el arte haciéndolo escapar de las rejas del arte, queriendo que se desborde para que entre en la vida, para convertir la vida en una obra de arte. Es ambicioso y puede que insensato y peligroso, pero también muy convincente cuando se habita en ese país llamado juventud. Curiosamente es cuando se pierde la juventud, cuando el futurismo deja de acometer grandes empresas que quieren cambiar la vida para conformarse con fabricar bonitos cromos.

−¿Nos está bien dado ver una relación entre el título de tu novela y el célebre prólogo del poemario, La nube en pantalones, de Maiakovski “(…) quiero irritarlos/ con un jirón sangriento de mi corazón,/ me burlaré hasta hartarme, mordaz y atrevido”? ¿Podemos ver en ello una declaración de intenciones? ¿Buscas irritar?

Nunca está de más irritar, aunque no creo que nadie se dé por aludido, ni siquiera en las partes de la novela donde aparecen los intelectuales orgánicos, tan apretaditos bajo el ala de los políticos y la autoridad competente. Las sensaciones en estos tiempos nuestros están muy caras, así que cualquier sensación que logre provocar mi novela, será bien recibida, incluso las sensaciones negativas. Uno no sabe muy bien declarar sus intenciones: quiero decir, las intenciones están transferidas a la propia novela, en su subsuelo, y por lo tanto ya olvidadas, por lo menos yo las he olvidado y apenas podría contestar con un: me apetecía contar la aventura de Maiakovski, el poeta, me apetecía indagar en un personaje tan ingenuo como para convencerse de que la poesía podía provocar una revolución, cambiar la vida. Por supuesto toda la novela está llena de versos de Maiakovski, van incrustados en mi prosa, en realidad lo justo hubiera sido que los dos firmáramos el libro.

−Encaras en Prohibido entrar sin pantalones una biografía, pero ya lo habías hecho antes, con Terenci Moix y El tiempo es un sueño pop, uno de tus últimos libros, con nada menos que 500 páginas ¿Cuál supuso el mayor reto a la hora de destrincar un personaje tan complejo como era el escritor catalán?

El mayor reto era tratar de demostrar que, a pesar del personaje que se fue fabricando, frívolo y disparatado, espectacular en todos los sentidos, lo buenos y los malos, Terenci Moix era un excelente narrador, alguien que trajo la vanguardia a España en los años sesenta, un escritor imprescindible para la literatura catalana gracias a libros como La torre de los vicios capitales o Mundo Macho: un genuino representante de la literatura pop. Elogiar una obra es mucho más difícil que destrozarla, si pretendes ser convincente y que el elogio no se confunda con el mero grito de un hincha. En eso Terenci me lo puso fácil porque igual que aprecio unas cuantas novelas suyas detesto otras, y nadie me podrá acusar de ser un hincha de su obra porque en mi libro hay una especie de rencor hacia la figura del escritor que de repente pierde la ambición por escribir obras arriesgadas y acaba conformándose con darle al público que se ha encontrado aquello que el público le demanda, sin exigirse a sí mismo nada, tasando sus logros en número de ejemplares vendidos más que en la altura a la que haya colocado el listón.

−El fin de las utopías futuristas, con su idea de progreso herido de muerte, parece haber fagocitado cualquier intento de revolución ideológica, o simplemente desactivado su efectividad. El desencanto ha corroído las esperanzas. ¿Crees que la literatura también ha caído presa de esta renuncia?

No lo sé, no me gusta hablar de la literatura así, en general, como si hubiese un máximo común divisor y un mínimo común múltiplo, no me parece que pueda diagnosticarse nada literario a base de estadísticas o estudios de sociología. De hecho si hay algo de lo que es enemigo la literatura es de la sociología. Supongo que el desencanto es como todo, que va por barrios, y que afectará a los escritores o a sus ambiciones dependiendo de la altura a la que hubieran puesto esas ambiciones. Yo no estoy desencantado porque nunca me encanté. En cuanto a las posibilidades de una revolución ideológica, es difícil engañarse: el invento está tan bien montado, es un ingenio tan minuciosamente fabricado, que en sus propios presupuestos estaba la desactivación de cualquier brote de rebelión más o menos ideológica –o ya puestos visceral. ¿O es que la paulatina degradación del sistema educativo no estaba diseñada para hacer del ciudadano un consumidor constante al que la actividad intelectual –cualquiera o casi− le pareciese una cosa tediosa que sólo es divertida cuando se hacen chistecillos sobre ella en los monólogos de los humoristas y en los programas de parodias? ¿O es que el propio sistema no está sabiamente diseñado para que esas empresas gigantescas que son los partidos políticos –financiados en su 82 por ciento con dinero público− se queden con la política como coto privado en el que es dificilísimo entrar por mucha iniciativa ciudadana que se ponga en marcha para obtener pírricas victorias? ¿Una revolución ideológica? No la veo por ninguna parte, y si está, permíteme que diga que no tiene mérito ninguno: una revolución ideológica ahora que hemos tocado fondo, que somos pobres, no tiene que ver con la ideología sino con la necesidad, el hambre, la pobreza. Todas las revoluciones han surgido de ahí, no de la ideología. La ideología podía decir misa, pero si no había hambre, no se movía una hoja. Mérito hubiera tenido hace quince años cuando nadábamos en la abundancia: entonces sí que podía haberse utilizado la ideología para algo, para decir: todo esto es mentira, o el rey está desnudo (que mira por donde parece que sí, literalmente, lo está). Ahora, como mucho, si algo se mueve, se moverá por ese arte trágico que es la desesperación y el no puedo más. Pero está todo tan controlado que ni siquiera. Si con seis millones de parados todo sigue más o menos como estaba, es que está todo atado y bien atado.

−Lars Iyers plantea que la globalización ha hundido la Literatura, reduciéndola a un millón de nichos en el cementerio del mercado, que ha muerto sepultada por la banalidad y la farsa, y que el prestigio literario sólo existe ahora como una forma litúrgica. ¿Cuál es tu diagnóstico respecto a la salud de la Literatura?
Quizás el problema esencial es que le damos a la literatura una importancia, una potencia, una fuerza de influencia en las cosas del mundo que la literatura no tiene. ¿La globalización ha hundido la Literatura ? No tengo ni idea, ni siquiera soy capaz de imaginar una relación causa efecto entre la globalización y las producciones literarias. Muy otra cosa es lo que el mercado ha hecho de la literatura o lo que la literatura se ha dejado hacer para conquistar el mercado, pero eso dependerá de qué entiendes tú por literatura. No hay que ser maximalista en casi nada, pero en esto menos que en nada. Yo lo que sé de cierto es que a los dieciocho años me desesperaba porque no encontraba los libros que buscaba, y que ahora no tardo ni dos días en conseguirlos, aunque se hayan publicado en Guanajuato. Si lo miras desde el lado del mercado, de productos como las Sombras de Grey y todo ese rollo, es decir, si aceptas que eso es la Literatura , entonces claro que ha muerto o se ha traducido en algo que no tiene que ver con lo que fue para pasar a ser un volumen de negocio más. Pero para aceptar eso hace falta estar muy ciego o que la literatura te la sude, tan ciego como esos economistas que no saben cuánto vale un kilo de patatas, y por supuesto no saben freírlas, pero te pueden decir el producto interior bruto de Singapur.

−“La muerte vive una vida humana”, dijo Hegel. En Cansados de estar muertos, rodeaste al protagonista de personas que representan esta premisa y fuiste contra esa forma de vivir rutinaria y programada a la que se presta la mayoría. ¿Hasta qué punto traspasa tu obra la preocupación por la aceptación dócil de los dogmas?
Hasta el punto de no consentirse en ningún momento ponerse dogmática, por no caer en aquello de lo que ella misma huye. Mi obra –si es que puede hablarse así− no le dice a nadie cómo tiene que vivir ni qué es el bien y qué el mal ni qué es la verdad o qué la mentira. Se limita a contar cosas y a cantar el mundo, el milagro del mundo. Una de las características esenciales del Maiakovski que protagoniza Prohibido entrar sin pantalones es un férreo combate constante contra la rutina: para él la rutina es la muerte, necesita inventar cada nuevo día como si fuera el único que va a vivir, “la barca del amor encalló en la rutina” fue precisamente su último verso. En ese punto me gustaría estar de acuerdo con él o me gustaría ser él, pero no, para nada, porque aun a sabiendas de lo que la rutina le roba a la excepcionalidad del vivir, también creo en lo excepcional y maravilloso que es construirse una rutina satisfactoria sin que la barca del amor encalle nunca.

−Te has confesado en alguna entrevista como un nihilista. Decía Iván Turgenev, en Padres e Hijos: “Nihilista es la persona que no se inclina ante ninguna autoridad, que no acepta ningún principio como artículo de fe”. ¿Has perdido también la fe en la razón −si es que alguna vez la tuviste−?
Me gusta esa paradoja: fe en la razón, cuando se supone que la razón lo que trata es de combatir cualquier tipo de fe, incluida, por supuesto la fe en sí misma. Matizaré lo del nihilismo: soy nihilista pero activo. Turguenev habla de un nihilismo pasivo, que se da por vencido, el del soldado que echa el fusil a tierra y dice: paso de pelear ni por la patria ni por dios ni por mí. Yo no paso de pelear, para nada. No se puede hablar de nihilismo en singular, lo dicen los sabios en Nietzsche. Hay un nihilismo que es el de la pura celebración, el que dice: no nos hace falta nada más que la vida, al otro lado de la vida está la nada, vale, lo aceptamos, no necesitamos explicaciones ultraterrenas acerca de este milagro, no necesitamos rezar, lo nuestro es bendecir. El propio Nietzsche lo dice claramente: no conozco ningún ser que no esté vivo, así que la pregunta fundamental no es sobre el ser, sino sobre el vivir. Se toma al nihilista como alguien deprimente o deprimido, cuando es todo lo contrario: es la alegría de la fiesta, porque es el único al que no le hace falta saber quién ha convocado la fiesta, al que lo único que le preocupa es aguantar como sea en la fiesta, que siga siendo fiesta, porque del otro lado no hay más que la pura nada, o eso es lo que me susurra la razón. Hay un famoso grabado de Goya cuyo título “El sueño de la razón produce monstruos”, se ha utilizado convenientemente por los enemigos de la razón como “la razón llevada a su extremo no tiene más remedio que ser monstruosa”. Es una lectura equivocada de lo que dice el grabado y dice el título: lo que dice el título –y dice el grabado− es todo lo contrario. Dice que la razón debe estar siempre despierta, porque si se duerme –el sueño− entonces llegarán enseguida los monstruos contra los que ella combate. Así que una sola cosa podemos y debemos pedirle a la razón para no dejarnos avasallar por monstruos dogmáticos: que no se duerma, que nunca duerma.

−No se llega al nihilismo sin un mínimo de desesperación ¿Mantienes a raya el desencanto?

Ya te dije que nunca me desencanto porque me encanto poco. Siempre he creído que el culpable de una desilusión es siempre el que se desilusiona, pues nadie le mandaba ilusionarse con algo que no le garantizaba que su ilusión iba a convertirse en realidad. Así que lo que en realidad mantengo a raya es al encanto, no al desencanto. Trato de no encantarme. Para desencantarme a mí hay que sudar mucho mucho. Debe ser que mi infancia barcelonista me marcó de por vida prohibiéndome ilusionarme demasiado con nada
Prohibido entrar sin pantalones
Juan Bonilla
Seix Barral

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