Espana - Lecturas Prohibido entrar sin pantalones. Entrevista a Juan BonillaAna March, Culturamas - 16 de septiembre de 2013 En Prohibido entrar sin pantalones, Juan Bonilla narra la vida del poeta Vladímir Maiakovski desde que se da a conocer, en 1912, hasta su suicidio, en 1930. Una biografía novelada de gran envergadura. Entrevista a Juan Bonilla.
− Prohibido entrar sin pantalones tiene a Vladímir Maiakovski como protagonista punk ¿Por qué Maiakovski y por qué asociarlo al punk? −¿Cuál es la sinopsis? −Tu ejercicio narrativo y poético encuentra un recurso muy efectivo dislocando conceptos. Juntar a Maikovski con el punk sin duda se engloba dentro de esto ¿Participa Prohibido entrar sin pantalones de un ejercicio lúdico o tiene una intención de reflexión heterodoxa seria? −¿Nos está bien dado ver una relación entre el título de tu novela y el célebre prólogo del poemario, La nube en pantalones, de Maiakovski “(…) quiero irritarlos/ con un jirón sangriento de mi corazón,/ me burlaré hasta hartarme, mordaz y atrevido”? ¿Podemos ver en ello una declaración de intenciones? ¿Buscas irritar? Nunca está de más irritar, aunque no creo que nadie se dé por aludido, ni siquiera en las partes de la novela donde aparecen los intelectuales orgánicos, tan apretaditos bajo el ala de los políticos y la autoridad competente. Las sensaciones en estos tiempos nuestros están muy caras, así que cualquier sensación que logre provocar mi novela, será bien recibida, incluso las sensaciones negativas. Uno no sabe muy bien declarar sus intenciones: quiero decir, las intenciones están transferidas a la propia novela, en su subsuelo, y por lo tanto ya olvidadas, por lo menos yo las he olvidado y apenas podría contestar con un: me apetecía contar la aventura de Maiakovski, el poeta, me apetecía indagar en un personaje tan ingenuo como para convencerse de que la poesía podía provocar una revolución, cambiar la vida. Por supuesto toda la novela está llena de versos de Maiakovski, van incrustados en mi prosa, en realidad lo justo hubiera sido que los dos firmáramos el libro. −Encaras en Prohibido entrar sin pantalones una biografía, pero ya lo habías hecho antes, con Terenci Moix y El tiempo es un sueño pop, uno de tus últimos libros, con nada menos que 500 páginas ¿Cuál supuso el mayor reto a la hora de destrincar un personaje tan complejo como era el escritor catalán? El mayor reto era tratar de demostrar que, a pesar del personaje que se fue fabricando, frívolo y disparatado, espectacular en todos los sentidos, lo buenos y los malos, Terenci Moix era un excelente narrador, alguien que trajo la vanguardia a España en los años sesenta, un escritor imprescindible para la literatura catalana gracias a libros como La torre de los vicios capitales o Mundo Macho: un genuino representante de la literatura pop. Elogiar una obra es mucho más difícil que destrozarla, si pretendes ser convincente y que el elogio no se confunda con el mero grito de un hincha. En eso Terenci me lo puso fácil porque igual que aprecio unas cuantas novelas suyas detesto otras, y nadie me podrá acusar de ser un hincha de su obra porque en mi libro hay una especie de rencor hacia la figura del escritor que de repente pierde la ambición por escribir obras arriesgadas y acaba conformándose con darle al público que se ha encontrado aquello que el público le demanda, sin exigirse a sí mismo nada, tasando sus logros en número de ejemplares vendidos más que en la altura a la que haya colocado el listón. −El fin de las utopías futuristas, con su idea de progreso herido de muerte, parece haber fagocitado cualquier intento de revolución ideológica, o simplemente desactivado su efectividad. El desencanto ha corroído las esperanzas. ¿Crees que la literatura también ha caído presa de esta renuncia? No lo sé, no me gusta hablar de la literatura así, en general, como si hubiese un máximo común divisor y un mínimo común múltiplo, no me parece que pueda diagnosticarse nada literario a base de estadísticas o estudios de sociología. De hecho si hay algo de lo que es enemigo la literatura es de la sociología. Supongo que el desencanto es como todo, que va por barrios, y que afectará a los escritores o a sus ambiciones dependiendo de la altura a la que hubieran puesto esas ambiciones. Yo no estoy desencantado porque nunca me encanté. En cuanto a las posibilidades de una revolución ideológica, es difícil engañarse: el invento está tan bien montado, es un ingenio tan minuciosamente fabricado, que en sus propios presupuestos estaba la desactivación de cualquier brote de rebelión más o menos ideológica –o ya puestos visceral. ¿O es que la paulatina degradación del sistema educativo no estaba diseñada para hacer del ciudadano un consumidor constante al que la actividad intelectual –cualquiera o casi− le pareciese una cosa tediosa que sólo es divertida cuando se hacen chistecillos sobre ella en los monólogos de los humoristas y en los programas de parodias? ¿O es que el propio sistema no está sabiamente diseñado para que esas empresas gigantescas que son los partidos políticos –financiados en su 82 por ciento con dinero público− se queden con la política como coto privado en el que es dificilísimo entrar por mucha iniciativa ciudadana que se ponga en marcha para obtener pírricas victorias? ¿Una revolución ideológica? No la veo por ninguna parte, y si está, permíteme que diga que no tiene mérito ninguno: una revolución ideológica ahora que hemos tocado fondo, que somos pobres, no tiene que ver con la ideología sino con la necesidad, el hambre, la pobreza. Todas las revoluciones han surgido de ahí, no de la ideología. La ideología podía decir misa, pero si no había hambre, no se movía una hoja. Mérito hubiera tenido hace quince años cuando nadábamos en la abundancia: entonces sí que podía haberse utilizado la ideología para algo, para decir: todo esto es mentira, o el rey está desnudo (que mira por donde parece que sí, literalmente, lo está). Ahora, como mucho, si algo se mueve, se moverá por ese arte trágico que es la desesperación y el no puedo más. Pero está todo tan controlado que ni siquiera. Si con seis millones de parados todo sigue más o menos como estaba, es que está todo atado y bien atado. −Lars Iyers plantea que la globalización ha hundido la Literatura, reduciéndola a un millón de nichos en el cementerio del mercado, que ha muerto sepultada por la banalidad y la farsa, y que el prestigio literario sólo existe ahora como una forma litúrgica. ¿Cuál es tu diagnóstico respecto a la salud de la Literatura? −Te has confesado en alguna entrevista como un nihilista. Decía Iván Turgenev, en Padres e Hijos: “Nihilista es la persona que no se inclina ante ninguna autoridad, que no acepta ningún principio como artículo de fe”. ¿Has perdido también la fe en la razón −si es que alguna vez la tuviste−? −No se llega al nihilismo sin un mínimo de desesperación ¿Mantienes a raya el desencanto? Ya te dije que nunca me desencanto porque me encanto poco. Siempre he creído que el culpable de una desilusión es siempre el que se desilusiona, pues nadie le mandaba ilusionarse con algo que no le garantizaba que su ilusión iba a convertirse en realidad. Así que lo que en realidad mantengo a raya es al encanto, no al desencanto. Trato de no encantarme. Para desencantarme a mí hay que sudar mucho mucho. Debe ser que mi infancia barcelonista me marcó de por vida prohibiéndome ilusionarme demasiado con nadaProhibido entrar sin pantalones
Juan Bonilla Seix Barral |
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