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Filosofía africana: Léopold Sédar Senghor y la “negritud”

Ignacio G. Barbero, Culturamas - 27 de mayo de 2013
A pesar de la revolución cultural impulsada por la Modernidad, la idea del hombre negro como un salvaje aún por civilizar dominó la concepción europea del ser humano hasta finales del siglo XIX.

Un claro ejemplo es el gran filósofo alemán Hegel, que consideró que los africanos eran seres humanos pueriles, con un espíritu no desarrollado y envuelto en las limitaciones de lo natural. Si bien estas tesis ya no están tan presentes en nuestra “civilizada” mente, no se pueden obviar los residuos de prejuicios paternalistas, cercanos al racismo, que siguen vigentes en el análisis occidental de la particular condición de los oriundos de África (y de los negros en general), porque, aunque insistamos en la igualdad de derechos y capacidades de todo ser humano, nuestros actos y nuestras palabras sugieren, en muchas ocasiones, que unos son “más iguales” que otros.

En el campo de la filosofía sucede algo parecido: también hay “desigualados”. El continente negro ha dado grandes pensadores y pensadoras que ignoramos completamente, de los que sólo sabemos que no sabemos nada; no están presentes en la academia ni aparecen en nuestras discusiones. Uno de ellos es Léopold Sédar Senghor (1906-2001), cuya trayectoria intelectual y vital es comparable a la de cualquier gran mente del siglo XX: admirado y laureado poeta, ensayista y filósofo político muy comprometido con la libertad de su pueblo y, además, primer presidente del, por aquel entonces, recién nacido país de Senegal (1960). En definitiva, hablamos de una figura importantísima para la historia cultural de su continente en la segunda mitad de la centuria pasada. Su obra es muy amplia, casi inabarcable, y se articula a partir de la creación de una serie de valores nuevos que parten de la noción de “negritud” y reclaman lo que fue anulado por el colonialismo y el racismo: la identidad propia de los negros. En palabras de Senghor, “negritud no es ni racismo -antiblanco- ni populismo. Es, sencillamente, el conjunto de valores de civilización del mundo negro. Y no de los valores del pasado, sino de los de una auténtica cultura. Este espíritu de la civilización negro-africana es el que, arraigado en la tierra y en los corazones negros, se alarga hacia el mundo –hacia las cosas y los seres- para comprenderlo, unificarlo y manifestarlo“.

En el pensamiento negro-africano del autor senegalés hallamos la íntima conexión del ser humano con la tierra, la vida, los ancestros, el clan, la familia y la sociedad, que se proyecta en un afán comunitario y resulta de suma importancia para su desarrollo socia y cultural:

La Negritud es, esencialmente, ese calor humano que es presencia en la vida, en el mundo. Para emplear vuestras palabras, es un existencialismo enraizado en la tierra Madre y desarrollado al sol de la Fe. Esta presencia en el mundo es participación del sujeto en el objeto, participación del Hombre en las fuerzas cósmicas, comunión del Hombre con los demás hombres y, en este sentido, también con todo lo existente, desde la piedra hasta Dios. Aquí, el conocimiento no se expresa en cifras algebraicas, sino en obras de arte, en imágenes ritmadas, donde el símbolo no es signo, sino sentido identificador… Tal es esta Civilización de la Unidad por simbiosis, por símbolo. En ella, el individuo se realiza como persona por y en la sociedad. Una sociedad que no es colectivista, es decir, que no supone un conglomerado heteróclito de individuos, sino comunal, es decir, un pueblo dirigido hacia el mismo fin y animado por la misma fe”.

Tomando estas características propias, Senghor expone una Teoría del Conocimiento profundamente diferente de la ofrecida por la tradición filosófica occidental. En ella presenta una “razón abrazo” intuitiva -por oposición a una “razón ojo” discursiva- donde el sujeto “siente” el objeto antes de verlo. No hay un proceso de análisis “a distancia” del objeto, con la posterior reducción de éste a conceptos, sino una asimilación del sujeto a él que, a través de un acto de amor, se convierte en pura simbiosis y comunión. No se da una pretensión de control y dominio del objeto ; el sujeto de conocimiento danza con él y lo “comprende”:

- El negro tiene los sentidos abiertos a todos los contactos, a las más ligeras solicitaciones. Siente antes de ver y reacciona inmediatamente al contacto con el objeto, incluso ante las ondas emitidas desde lo invisible. Es gracias a su capacidad emotiva como toma conocimiento del objeto(…). El negro-africano presiente el objeto incluso antes de sentirlo, se acopla a sus ondas y a sus contornos, después, en un acto de amor, se asimila para conocerlo profundamente.Mientras que la razón discursiva, la razón ojo del blanco, se detiene ante las apariencias del objeto, la razón intuitiva, la razón abrazo del negro, por encima de lo visible, llega hasta la realidad profunda del objeto, para captar su sentido, más allá del signo. De esta manera para el negro-africano, todo objeto es símbolo de una realidad más profunda, que constituye el verdadero significado del signo que nos es dado en primer lugar. Toda forma, toda superficie y línea, todo color y detalle, todo olor, todo aroma, todo sonido, todo timbre, todo tiene su significado.

- El Negro-Africano, no ve el objeto, lo siente. Es un puro campo sensorial. Es en su subjetividad, en la punta de sus órganos sensoriales, donde él descubre al Otro. senghor-campagne-electoraleHe ahí emocionado, girando, en un movimiento centrífugo, del sujeto al objeto sobre las ondas del Otro. Y no es una simple metáfora, puesto que la psique contemporánea ha descubierto la energía bajo la materia: las ondas y las radiaciones. He ahí donde el Negro-Africano que simpatiza y se identifica, que muere a sí para renacer en el Otro. Él no asimila, se asimila. Vive con el Otro en simbiosis, con-nace al Otro (…) Sujeto y objeto son aquí, dialécticamente confrontados, en el alma misma del conocimiento, que es acto de amor. “Yo pienso, luego yo existo” escribía Descartes. La diferencia ya está hecha, se piensa siempre cualquier cosa. El Negro-Africano podría decir: “Yo siento al Otro, yo danzo con el Otro, luego yo existo”. Porque danzar es crear, sobre todo porque la danza es danza de amor. Es en todo caso, el mejor modo de conocimiento (…) La luz del conocimiento ya no es esa claridad inalterable que se posa sobre el objeto sin tocarlo y sin ser tocada por él: es un fulgor turbio nacido de su abrazo, el chispazo de un contacto, una participación, una comunión.

- Así, pues, consideremos al europeo blanco frente al objeto: frente al mundo exterior, frente a la naturaleza, frente al Otro. Como hombre de voluntades, guerrero, ave de presa, pura mirada, el europeo blanco se distingue del objeto, manteniéndole a distancia, inmovilizándolo, fijándolo. Provisto de instrumentos de precisión, lo diseca en un implacable análisis. Animado de una voluntad de poder mata al Otro y, en un movimiento centrípeto, lo convierte en un medio para poderle utilizar con fines prácticos. Lo asimila. Así es el europeo blanco, así era antes de la revolución científica del siglo XX. (…) El blanco europeo mantiene el objeto a distancia. Lo mira, lo analiza, lo mata, o al menos lo doma: para utilizarlo.

En consecuencia, la “negritud”, con los valores que de ella manan, y la razón-abrazo intuitiva participan de un fondo humano común que impulsa al hombre negro hacia la fuente de todo conocimiento y todo arte:

Los valores de la Negritud participan, esencialmente, de la razón intuitiva: de la razón-abrazo. Y es cierto que la Negritud echa raíces en la sensación y el instinto. Pero porque ella pertenece al hombre, y ella es imaginación; la Negritud es humanismo. Gracias a este don sin igual, de fábula, que es la imaginación creadora, el Negro pasa de la sensación al sentimiento, del tocar al sentir y, gracias a la imagen rítmica, a la imagen símbolo, del sentir al pensar: de la cantidad a la cualidad, del signo al sentido, que es el movimiento mismo del humanismo, la definición del Espíritu . Al mismo tiempo, es este don una vez más, este ritmo de la energía, este movimiento de la fuerza vital, que es la fuente de todo pensamiento, de todo arte.

Las reflexiones de Senghor buscan, ante todo, definir las cualidades propias del hombre negro y encontrar el lugar propio e intransferible que le corresponde en la “Civilización de lo Universal“, como él mismo escribe. Tras la independencia de muchos países africanos y sudamericanos a lo largo del siglo XX, era necesaria la emancipación ontológica de las violentas cadenas y categorías occidentales que habían constreñido la realidad negra. Labor díficil de la que no sólo se encargó el autor que nos ocupa; nombres como René Maran, Aimé Césaire o Léon-Gontran Damas fueron también parte activa en esta reivindicación. Es más, el pensador francés Jean Paul Sartre escribió en 1948 un ensayo sobre la cuestión de la negritud titulado Orphée Noir (“Orfeo Negro”); a su parecer, este movimiento -encabezado por el autor que nos ocupa- partía de un “racismo antiracista” necesario para la consecución del objetivo principal: la unión racial negra. Unión que, en palabras de Aimé Césaire sólo podía estar basada en el rechazo de ”la asimilación cultural” y de “una determinada imagen del negro tranquilo, incapaz de construir una civilización”. Con estas definitorias palabras, que aluden directamente a los ya mencionados prejuicios de corte racista que todavía sobreviven en nosotros, podemos finalizar esta breve incursión en la magna obra de Leópold Sédar Senghor, que ni mucho menos puede quedar agotada en un mundo humano donde todos somos iguales, pero unos son “más iguales que otros”.

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