España - Voz libre

la homofobia, una batalla por ganar

Anna Maria Iglesia, Culturamas - 29 de octubre de 2013
Nos vanagloriamos de las victorias demasiado pronto, cuando todavía no se han conseguido, cuando todavía queda mucho recorrido por hacer. Creímos conquistar la democracia cuando votamos a favor de la constitución, pero olvidamos que ésta se construye día tras día.

Nos vanagloriamos de las victorias demasiado pronto, cuando todavía no se han conseguido, cuando todavía queda mucho recorrido por hacer. Creímos conquistar la democracia cuando votamos a favor de la constitución, pero olvidamos que ésta se construye día tras día y que todavía hoy, más de tres décadas después, queda mucho por construir; creímos haber alcanzado ese falaz primer mundo llamado Europa, pero son muchas las realidades tercermundistas las que configuran nuestra realidad; creímos conquistar la tolerancia cuando abrazamos los hombres y las mujeres que ponían en juego sus vidas para llegar a estas “prósperas” tierras, pero, después de los abrazos, los dejamos a la intemperie y les acusamos de robarnos aquellos trabajos que nosotros mismos rechazábamos; creímos vencer la homofobia cuando aplaudimos el matrimonio homosexual, pero todavía hoy el desprecio homófobo persiste en las calles, en las aulas, todavía hoy son muchas las víctimas de este odio tan injustificable como despreciable.

Hace algunos meses, leímos la trágica suerte de un adolescente que decidía terminar con su vida, “soy homosexual”, dejaba escrito como nota de despedida. Sucedía en Roma, en Italia, un país, nos dijimos, que todavía no había conquistado los derechos sociales que nosotros no habíamos dudado en apoyar.  Hace un par de días, en Roma volvía a ser el escenario de la desesperación de un joven de veinte años; él también, tras confesar su homosexualidad, decidía poner fin a su vida, creía que ésta no valía la pena.  Sin embargo, en esta ocasión ya no pudimos decirnos que aquí esas trágicas historias no ocurrirían; ese mismo día, los telediarios hablaban del caso de un niño transexual, un niño que quería ser niña, pero en el colegio no le dejaban. “Es simplemente para llamar la atención”, comentaban algunos padres, otros añadían que “permitir que se vista de niña provocaría problemas a los otros niños”. Mientras el suceso se convertía en una batalla judicial, mediática y vecinal, en su cuarto, ese niño se preguntaba el porqué de todo esto, pues ¿qué hay de malo en que yo me ponga falda?, se interrogará seguramente, sin hallar respuesta negativa. Y estoy segura de que, muchos de los que alardeaban de seguridad para negarle la entrada en el colegio “vestido de niña”, serían incapaces de mirarle a los ojos, a esos ojos sin prejuicios y sin maldad, y responder a esa pregunta que tantas veces se formula en soledad.

Los prejuicios se transmiten, se inculcan; el desprecio al diferente, hacia aquel que siente, ama y se comporta de forma distinto no es innato; ¿por qué pensar en el inmediato desprecio de los compañeros de clase? Y, lo que es peor, si este desprecio, como en tantos casos, como en la vida estudiantil del adolescente de Roma, se manifiesta, ¿por qué no preguntarnos de dónde viene? ¿Qué es aquello que contamina la mirada de un niño para hacerle temer y despreciar a quien no es como él? No queremos contestar y si lo hacemos, nuestra respuesta es silenciosa, discreta, pues en ella se revela que somos nosotros, el mundo adulto, los responsables. Todavía hoy la homofobia impregna la mentalidad de muchos adulto, todavía hoy muchos niños crecen con el desprecio hacia el “otro”, hacia el diferente. La palabra “maricón” sigue escuchándose en los pasillos de muchos institutos; el término “bollera” sigue resonando entre las aulas, estigmatizando a quien recibe dichos improperios.  Persisten en las aulas, en los patios del recreo o en los pasillos de los institutos estas palabras porque sobreviven, a pesar de aquella ilusión de tolerancia que no pocos albergamos.

Ese mismo día, cuando el telediario reflejó una realidad -la nuestra- que cuesta aceptar, recibía el mail de un amigo;  en muy pocas líneas me contaba, entre la indignación y el dolor que provoca el desprecio, que esa misma tarde, había sido insultado en una céntrica calle de Barcelona. Salía del cine, había ido a ver no sé que película; junto a él caminaba su novio. Un simple e inocente gesto de afecto: darse la mano a lo largo de su camino hacia casa bastó para que un hombre se detuviera y los insultara. Aquel “maricón” escrito en algunas pizarras, salía de las aulas y retumbaba por la traficada calle de la ciudad; aquel insulto, aquella mirada de desprecio, obtuvo una tajante y merecida respuesta. “No pude estar callado”, me comenta, mientras yo, frente a la pantalla de ordenador, le aplaudo; el ímpeto de aquel momento, la seguridad en sí mismo, el aprecio y el respeto por sí mismo, por lo que es, fueron patentes en aquella breve respuesta. Sin embargo, así como tras la tormenta viene la calma, tras la indignación llega la melancolía, tras la ira, el dolor. “Necesitaba contarlo”, así concluía el mail; “un abrazo y no hagas caso a los necios”, le contesté al tiempo que me preguntaba el porqué de estos insultos, el porqué de este rechazo, de este acto de desprecio y odio. Me pregunté porqué la homofobia salía gratis, porqué todavía hoy la violencia verbal de carácter homófobo sobrevive con inconcebible impunidad. Me pregunté porqué aquel hombre podía insultar libremente a mi amigo y a su novio, porqué lo podía hacer y seguir tranquilamente su trayecto. Me pregunté y me pregunto porqué en las pizarras persisten los ya tradicionales insultos, porqué en los pasillos y en el recreo se siguen escuchando; me pregunto porqué una película sobre la historia de amor de dos adolescentes –La vida de Adele- sigue suscitando polémica, mientras la obscenidad entra cada día a través de nuestras pantallas.

Frente a ese e-mail me pregunté muchas cosas y ahora mientras en soledad escribo este texto sólo puedo darme una respuesta: no conseguimos ninguna victoria, todavía hay mucho camino por recorrer.




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